El primer día de universidad después de todo esto tenía claro que iba a ser diferente. Llegar allí sentado en una silla de ruedas, ser el diferente, apañármelas para llegar a clase, buscar los ascensores, el camino hasta allí… y solo puedo definirlo con una palabra. Especial.
Como sabéis vivo en Bilbao, y eso implica que, de cada 3 días, 2 llueve y hace frío, mi universidad está como a 10-15 minutos de casa andando, pero en silla es bastante más, así que aquí vuelve a aparecer mi padre. Se ofreció a levantarse antes, coger el coche y llevarme, y así lo hacemos.
No os mentiré, me levanté nervioso, no me apetecía demasiado ser el centro de atención, y menos por esto, pero al final, aunque los médicos me dijeran que era mejor quedarme en casa unas semanas y aunque la medicación me deje totalmente destrozado yo quería ir a clase y volver a hacer una vida normal lo antes posible, así que decidí no hacerles demasiado caso e ir.
Llegamos a la universidad, me senté en la silla y mi padre me subió hasta clase, la verdad que no había necesidad, pero yo estaba nervioso y mi padre me da ese extra de calma que se necesita muchas veces. Y esta, era una de ellas. Llegué, y solo había tres personas, algún que otro choque con puerta de por medio llegué a clase, me senté en la silla normal y esperé a que llegasen los demás.
Muchos que saludaron normal, que es lo que yo quería, alguno otro no vio la silla y no se había enterado, pero varios me dieron la mano, se pararon a hablar conmigo más de lo habitual, una vez más, muestras y muestras de cariño.
Después de 4 horas de clase era momento de volver a casa, y por la maldita medicación no tenía fuerza para subir las rampas que hay de vuelta a casa. Sin embargo, ahí estaba mi intocable oficial, Iñigo me ha ayudado a llegar a casa cada día desde que hemos vuelto a la uní, y tengo que decir, que además de la Guinness que nos vamos a tomar cuando todo esto termine, le voy a estar agradecido durante mucho tiempo.